En 1992, Pep Guardiola ganó la Copa de Europa en Wembley. El Dream Team estuvo en Barcelona. Pero no fue su equipo de fútbol, dirigido por Johan Cruyff, campeón con el tiro libre de Koeman. El verdadero jugó al básquetbol, en los Olímpicos. El de Jordan, Magic, Larry, Pippen, Malone, Ewing, Drexler, Robinson, Mullin, Stockton, Barkley y el colado Laettner, el mejor universitario de ese año. Ganó todos los partidos por diferencias abismales, dio espectáculo siempre, redefinió su deporte y, por sobre todas las cosas, dejó la sensación de que nunca más veríamos algo tan extraordinario.
Cuando descubrimos el valor de lo irrepetible, ese registro del disfrute contrasta con cierta nostalgia anticipada. "Saudade" dirían los brasileños. Así me fui ayer del Wembley Stadium. Sentí al mismo tiempo la certeza de haberlo visto todo, el deseo de escuchar por lo menos una canción más y la duda de hasta cuándo seguirán tocando todos juntos. En un inmenso e imponente pub en las afueras de Londres, con casi 90.000 espectadores, anoche asistimos a una inolvidable Jam Session.
La banda ofreció su mejor versión en la función más importante del año. Tardó quince minutos en ajustar sus instrumentos. Un vigoroso Manchester United lo presionó en su propio campo y no lo dejó cruzar la mitad de la cancha. Luego afinó la sintonía. El contrabajista Xavi dictó el tempo con ese concepto simple y difícil a la vez: jugar a dos toques y moverse para ofrecer opción de pase. El pianista Iniesta tocó las teclas para darle cambio de ritmo. El baterista Villa cambió la partitura y complicó con sus movimientos en diagonal. Y el trompetista Messi (más estilo Dizzy Gillespie que Louis Armstrong) hizo sonar las alarmas. Cuando entra en su zona, es imparable. Verlo en vivo representa otra dimensión. Asombra cuánto más jugador de equipo es, su interpretación del partido. Sabe cómo, cuándo y dónde. Siempre. Así las cosas, la música devino baile. El Señor X hizo la pausa ante una defensa quieta y le sirvió el gol a Pedro, el que nunca le acierta al arquero.
Ni siquiera el golazo de Rooney, crack de 105 por 70 como la "quintita" de Di Stéfano, cambió el pentagrama. El mejor de todos aprovechó que los blancos no achicaron y les facturó semejante concesión. Después los gambeteó como si fueran conos y Villa, tras pase del saxofonista Busquets, la colgó del ángulo. La banda siguió tocando sin cansarse. Los otros no daban más. Compensó la herejía del minuto 62 (un saque directo de Valdés hasta la mitad de la cancha, horror!) con una jugada de córner que incluyó 20 toques y casi termina en gol de taco de Messi. Tarda una hora en perder la pelota y 30 segundos en recuperarla. Defiende cuando ataca y ataca cuando defiende. Todos sus integrantes son solistas y piezas al mismo tiempo. La propia banda los potencia.
En este curso intensivo, Javier Mascherano aprendió recursos que ni él sabía que manejaría como si hubiera sido zaguero central toda su vida. Anoche ejerció de violinista sobre el tejado, imperial en cruces y anticipos. La perfección existe. El fútbol total también. Rompe con el paradigma de la fragmentación porque es "lírico", "resultadista", "espontáneo" y "trabajado". Está bien "preparado" físicamente y es fuerte mentalmente. Tiene técnica individual y rigor táctico. Entierra prejuicios y etiquetas. Y encima es un grupo de amigos, capaz de ofrecerle al francés Abidal, recién recuperado de un tumor, el emocionante privilegio de levantar la Orejona como capitán. En 2011, Pep Guardiola vuelve a ganar la Copa de Europa en Wembley. Otra vez el Dream Team está en Barcelona. Es su propio equipo de fútbol. Mucho más que histórico y maravilloso. Simplemente irrepetible.
Por Juan Pablo Varsky
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