Fue una final ajustada a los cánones. Es decir, un partido sin demasiado
brillo. A los jugadores del Barça les costó controlar el ritmo. La
inspiración se había marchado justo cuando era más necesaria. Pagliuca
desbarató un par de opciones, materializadas por Koeman (de falta) y
Stoichkov (cabezazo a centro de Eusebio), en la primera mitad. La
espesura dominante en los 45 minutos iniciales también se alteró en un
disparo a bocajarro del inconfundible "Calvo" Lombardo que despejó
Zubizarreta. La Sampdoria aguardaba agazapada, pero mantenía afiladas
las garras que le habían transportado a la final.
La dinámica del juego favorecía los intereses italianos. El Barça tomó conciencia de ello y salió en el segundo tiempo con más intensidad y empuje. Como la calidad venía de serie, el cuadro catalán empezó a merodear con mayor frecuencia la portería transalpina. Julio Salinas (en una acción embarullada desbaratada por los reflejos de Pagliuca) y Stoichkov estuvieron cerca de marcar. La Sampdoria, a lo suyo, amenazó el arco azulgrana en una rápida acción de Lombardo que Vialli, solo ante Zubizarreta, culminó con un disparo desviado. Los minutos se consumían y el 0-0 persistía. La prórroga acechaba cuando Stoichkov reapareció. El temperamental delantero búlgaro se benefició de una asistencia genial de Laudrup y encaró a Pagliuca. El corazón de los culés dejó de latir cuando Stoichkov cruzó su disparo. El balón chocó con el poste y un "em cago en Deu" generalizado recorrió el sector blaugrana de Wembley. Stoichkov maldijo con sus característicos aspavientos la fortuna italiana. Vialli replicó en dos secuencias consecutivas. Una la desbarató un acertado Zubi y la otra se perdió cerca del poste derecho tras un toque lleno de clase del internacional azzurro. Ahora tocaba respirar de alivio y coger aire. No había vuelta atrás. La final se decidiría en treinta minutos adicionales para los que los jugadores tenían las fuerzas justas. Quizás ni eso.
La prórroga es una instancia decisoria donde se aglomeran pensamientos, deseos y sensaciones a un ritmo difícil de asimilar por los sufridos protagonistas. La conjunción del deseo de victoria con el extremo cansancio físico y psicológico da como resultado una receta casi invariable. Los equipos contendientes atacan sin demasiada convicción. Reculan porque saben que un error a esas alturas es la sentencia definitiva. Y prefieren no perder que ganar, siempre les quedara la "loteria" de los penaltis. El Barça lo siguió intentando, pero la gasolina escaseaba. Únicamente una oportunidad de Bakero rompió un guion que parecía contar con el consentimiento tácito de ambas partes.
Costaba creer que el equipo de Cruyff quisiese entregar su destino a otra tanda de penaltis como la de Sevilla ante el Steaua, pero los minutos pasaban y las ideas se agotaban. El balón parado no era el recurso de cabecera de aquel Barcelona, pero todo vale en esas circunstancias extremas. Más si se cuenta con un jugador como Ronald Koeman. Eso debió pensar el sufrido seguidor blaugrana cuando vio al defensa holandés preparado para golpear el cuero tras una falta de Invernizzi a Eusebio cerca de la frontal del área. Era el minuto 111. Stoichkov sacó en corto, Bakero paró el esférico y Ronald lo reventó con la diestra. El balón atravesó la barrera como un misil y no paró hasta impactar con violencia en la red de la portería de Pagliuca. Koeman corrió poseído por el extásis del momento. Sus compañeros lo abrazaron con fervor. Cruyff, en la banda, mantuvo la compostura, pero intuía culminada la obra que había comenzado cuatro años antes. La conquista de la primera Copa de Europa de la institución legitimaba su apuesta atrevida e inmortalizaba su figura, origen de un legado que todavía perdura en Can Barça.
La dinámica del juego favorecía los intereses italianos. El Barça tomó conciencia de ello y salió en el segundo tiempo con más intensidad y empuje. Como la calidad venía de serie, el cuadro catalán empezó a merodear con mayor frecuencia la portería transalpina. Julio Salinas (en una acción embarullada desbaratada por los reflejos de Pagliuca) y Stoichkov estuvieron cerca de marcar. La Sampdoria, a lo suyo, amenazó el arco azulgrana en una rápida acción de Lombardo que Vialli, solo ante Zubizarreta, culminó con un disparo desviado. Los minutos se consumían y el 0-0 persistía. La prórroga acechaba cuando Stoichkov reapareció. El temperamental delantero búlgaro se benefició de una asistencia genial de Laudrup y encaró a Pagliuca. El corazón de los culés dejó de latir cuando Stoichkov cruzó su disparo. El balón chocó con el poste y un "em cago en Deu" generalizado recorrió el sector blaugrana de Wembley. Stoichkov maldijo con sus característicos aspavientos la fortuna italiana. Vialli replicó en dos secuencias consecutivas. Una la desbarató un acertado Zubi y la otra se perdió cerca del poste derecho tras un toque lleno de clase del internacional azzurro. Ahora tocaba respirar de alivio y coger aire. No había vuelta atrás. La final se decidiría en treinta minutos adicionales para los que los jugadores tenían las fuerzas justas. Quizás ni eso.
La prórroga es una instancia decisoria donde se aglomeran pensamientos, deseos y sensaciones a un ritmo difícil de asimilar por los sufridos protagonistas. La conjunción del deseo de victoria con el extremo cansancio físico y psicológico da como resultado una receta casi invariable. Los equipos contendientes atacan sin demasiada convicción. Reculan porque saben que un error a esas alturas es la sentencia definitiva. Y prefieren no perder que ganar, siempre les quedara la "loteria" de los penaltis. El Barça lo siguió intentando, pero la gasolina escaseaba. Únicamente una oportunidad de Bakero rompió un guion que parecía contar con el consentimiento tácito de ambas partes.
Costaba creer que el equipo de Cruyff quisiese entregar su destino a otra tanda de penaltis como la de Sevilla ante el Steaua, pero los minutos pasaban y las ideas se agotaban. El balón parado no era el recurso de cabecera de aquel Barcelona, pero todo vale en esas circunstancias extremas. Más si se cuenta con un jugador como Ronald Koeman. Eso debió pensar el sufrido seguidor blaugrana cuando vio al defensa holandés preparado para golpear el cuero tras una falta de Invernizzi a Eusebio cerca de la frontal del área. Era el minuto 111. Stoichkov sacó en corto, Bakero paró el esférico y Ronald lo reventó con la diestra. El balón atravesó la barrera como un misil y no paró hasta impactar con violencia en la red de la portería de Pagliuca. Koeman corrió poseído por el extásis del momento. Sus compañeros lo abrazaron con fervor. Cruyff, en la banda, mantuvo la compostura, pero intuía culminada la obra que había comenzado cuatro años antes. La conquista de la primera Copa de Europa de la institución legitimaba su apuesta atrevida e inmortalizaba su figura, origen de un legado que todavía perdura en Can Barça.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada